Cicatrices invisibles: vivir la guerra siendo niño

Hoy son adultos que buscan rehacer sus vidas, superar los traumas que sufrieron como combatientes y experimentar, a través de sus hijos, la infancia que no tuvieron. Aunque el Estado cuenta con programas de atención psicosocial para estas personas, aún queda mucho por hacer.

Nuevos presentes: dos historias de transformaciones

Cicatrices invisibles: vivir la guerra siendo niño

Autor:

Luciana Rodríguez Valderrama

Mayo 11 de 2022

Santiago Chávez camina con dificultad por el parque principal del pueblo debido a una granada que le estalló en combate cuando era menor de edad. Foto: Luciana Rodríguez V.

 

Santiago

“Me despertaba a media noche gritando, con el recuerdo del olor a sangre quemada revuelto con la pólvora, un olor muy feo de cuando estaba herido. La carne era como cuando se cocina, así la veía. Cuando salí, tuve pesadillas durante un mes”.

El relato es de Santiago Chávez*, un excombatiente de 23 años que fue reclutado por la extinta guerrilla de las Farc cuando apenas era un niño. “Iba a cumplir 13 años. En esos tiempos se mantenía esa gente acampamentada por donde vivíamos y llegaron y nos dijeron que se llevaban a mi hermano o a mí. Entonces me fui yo, porque él estaba más pequeño. No me pude despedir de mi familia”, cuenta este tolimense bajo el sol abrasador característico de la región. 

Las pesadillas recurrentes de Santiago son consecuencia de un enfrentamiento con el Ejército en 2013, cuando en un descuido de la guerrilla los militares identificaron su ubicación y se desató un combate. 

Estuvieron esperando a los militares en hilera, en diagonal frente a la carretera. “Uno de mis compañeros tiró una granada que cayó cerca de donde yo estaba. Solo vi el chispazo. Me jodió todo, me quedé cinco horas ahí tirado y todo se descontroló. No pedí ayuda porque estaban los militares ahí cerquita. Los escuchaba y pasaban corriendo a mi lado”, recuerda. 

Se quedó inmóvil y sangrando; sabía que al menor ruido su vida acabaría. Después del enfrentamiento lo llevaron al hospital y se pusieron en contacto con su madre, quien durante los dos años que estuvo en la guerrilla no había tenido otras noticias suyas. 

Chávez estuvo a punto de perder su pie derecho, “mi dedo gordo del pie llegó como una flor, estaba reventado”, cuenta. En el hospital tuvieron que quitarle una a una las esquirlas de la granada. Mientras su mano izquierda recorre el muslo derecho, Santiago añade que hay algunas que continúan dentro de su cuerpo. 

Primero le dijeron que lo más seguro era que le tuvieran que amputar la pierna y el brazo derecho, sin embargo, la hemoglobina en sangre subió pese a la pérdida que tuvo en la explosión y pudo pasar a cirugía. Después de dos operaciones en las que le reconstruyeron el pie y el brazo, y retiraron esquirlas, a Santiago Chávez le cuesta utilizar el lado derecho de su cuerpo. 

A cada paso que da arrastra un poco el pie, su rodilla no se dobla ni extiende como la izquierda y le cuesta abrir botellas o sostener objetos con su mano derecha. Esas son las consecuencias visibles de la guerra en su cuerpo. Las otras, como las esquirlas, no se ven y están más profundas.

Salud mental, un asunto pendiente

Nohelia Hewitt, doctora en psicología clínica y actual vicerrectora académica de la Universidad San Buenaventura, sede Bogotá, señala que la depresión, la ansiedad, además de las pesadillas recurrentes y los problemas de sueño son algunas de las principales afectaciones en la salud mental de los excombatientes. “Pueden tener momentos de mucha rabia y su conducta es agresiva o de una tristeza profunda, desconfianza, momentos en los que quieren huir”, explica. 

Pero no son las únicas consecuencias. Juan Sebastián Campo Romero, coordinador de proyectos de Benposta Nación de Muchachos, una organización española con sede en Bogotá que ayuda a niños y jóvenes víctimas, expone que “las afectaciones son a todo nivel, y los impactos también. Está el estrés postraumático, gente que no puede dormir o recuerdos recurrentes. Además, después les queda muy difícil establecerse porque perdieron el tiempo para construir su plan de vida”.

Para atender los efectos de la guerra en la salud mental de las víctimas, el Estado organizó el Programa de Atención Psicosocial y Salud Integral a Víctimas (PAPSIVI), en el marco de la Ley 1448 de 2011 o también conocida como Ley de Víctimas. En el programa, coordinado por el Ministerio de Salud, trabajan de manera colaborativa diferentes especialistas y voluntarios para ayudar a los afectados por el conflicto armado en un nivel físico, emocional y mental. 

Sin embargo, algunos excombatientes han manifestado que la atención es precaria. Andrés Ferreira*, reclutado cuando apenas tenía 13 años, dice que le impactaba que los profesionales de la salud encargados de su caso no fueran los más idóneos para atenderlo, porque cuando contaba sus historias el psicólogo resultaba llorando. “Eso para ellos era una enseñanza para su trabajo, pero no nos podían ayudar; no estaban preparados para ese impacto del conflicto”. 

Por su parte, Esperanza Palacios*, reclutada a los 12 años y sobreviviente de la Operación Berlín, realizada en 2001 por el Ejército; dice que a pesar de los esfuerzos y de que ha tenido profesionales en salud mental que la han acompañado, las experiencias vividas en la guerra siempre serán fantasmas en su memoria.  

Fueron precisamente los menores involucrados en la Operación Berlín, entre ellos Esperanza, quienes pusieron por primera vez en la escena pública colombiana el tema del reclutamiento de menores por parte de los grupos armados.

Ella critica el programa PAPSIVI, del cual asegura que no le sirve de nada porque los profesionales “son ‘niños’ recién egresados que no se han preparado para esto. Necesitamos que sean recorridos y que tengan ética”, asegura. 

Frente a este problema, la doctora Hewitt, quien se ha especializado en atención a víctimas, menciona que es importante una capacitación constante a las personas que forman parte del PAPSIVI. “Se ha comenzado a brindar esta atención, pero es importante capacitarlos constantemente”.

Además, hace un llamado de atención para que se alíen con instituciones de investigación de tal manera que las afectaciones en la salud mental se estudien de manera continua. 

En contraste con la iniciativa institucional, Esperanza y Andrés aseguran haber encontrado alivio en Benposta. Allí, gran parte de su proceso de reparación se basa en las expresiones artísticas. 

Andrés Ferreira cuenta que esta institución le brinda todos los meses atención psicológica: “Tengo dos psicólogos y me acompañan mes a mes”, aunque, al igual que Esperanza, asegura que nunca podrá borrar por completo algunos recuerdos y sensaciones.

Esperanza es tajante al decir que la atención es indispensable: “es algo que el Estado debería garantizar; un acompañamiento psicológico y psicoterapéutico, porque es tan amplio el daño que un acompañamiento psicológico es apenas una antesala para tratar los impactos”.

Menciona también que los psiquiatras particulares y organizaciones como Benposta son las que la han ayudado a trazar su plan de vida y a continuar defendiendo derechos. Desde hace dos años ha ido suspendiendo lentamente los fármacos que le formularon para dormir y controlar la ansiedad que le dejó la guerra. 

Hilda Beatriz Molano Casas, coordinadora de la secretaría técnica de la Coalición contra la vinculación de niños, niñas y jóvenes al conflicto armado en Colombia (Coalico), afirma que el acompañamiento psicológico o psiquiátrico no puede determinarse con un número concreto de sesiones, sino que tiene que ser sostenido en el tiempo. 

Según explica Molano, “hay un desarrollo de enfermedades de origen mental. Existe una forma diferente de relacionarse, es difícil para ellos, para encontrar caminos o alternativas que afectan la emocionalidad. También uno de los problemas es que aún no los tratan como víctimas sino como victimarios, y eso va calando en la persona”.

Esto lo vivió Esperanza Palacios tras la Operación Berlín. Recuerda cómo el reclutamiento infantil comenzó a ser un tema de la agenda pública, el desconocimiento frente al tema y lo difícil que era entablar conversaciones, volver a su casa y estar con su madre después de la experiencia vivida. “La infancia que perdí nunca la voy a recuperar, esas experiencias se quedan para siempre”, asegura. 

El reclutamiento infantil no es una problemática que se vive únicamente en Colombia; países como la República Democrática del Congo (RDC), en África, también enfrentan el reto de proteger y vincular a estas personas a la sociedad. Según datos de la ONU, entre 2010 y 2013 ese país tuvo más de 4000 casos de menores utilizados en el conflicto por parte del ejército y grupos armados irregulares.

El Informe de la Representante Especial del Secretario General para la Cuestión de los Niños y los Conflictos Armados, publicado en enero de este año, señala los esfuerzos realizados por Naciones Unidas en el tema de los y las menores en medio del conflicto, y monitorea los riesgos, aprendizajes y estrategias en países como la RDC, Somalia, Afganistán, entre otros. Contiene un apartado sobre salud mental y apoyo psicosocial, en donde resalta la importancia de que los menores desvinculados de los grupos armados se sientan seguros en sus entornos para disminuir las afectaciones en la salud mental. 

Stephanie

En una casa sencilla que a su vez es hogar, tienda y consultorio médico, Stephanie Pedraza* atiende a los vecinos que no tienen acceso a un centro de salud público o privado en esta población del Tolima. A los 12 años, cuando tomó la decisión de vincularse a las Farc, no tenía cómo saber que la vocación de su padre la marcaría para siempre y que terminaría estudiando medicina en el Hospital Militar.

El cuarto de Stephanie adaptado con una camilla en la que atiende a sus vecinos. Foto: Luciana Rodríguez V.

Hoy, a sus 45 años, recuerda sus inicios en la guerrilla. “Mi papá era médico homeópata y cuando yo tenía 6 años lo buscó la guerrilla para que los atendiera porque estaban heridos”, cuenta Pedraza, quien explica que para su papá se convirtió en una actividad recurrente; los miembros de las Farc lo buscaban cada vez que necesitaban atención médica. 

“Al principio uno va por miedo —dice haciendo alusión a la atención que brindaba su padre— y ya después, como de 10 u 11 años, me iba siempre con él. Allí en las Farc conseguí un novio. Con 12 años le digo a mi papá que me quiero quedar allá con él, así ingresé, aunque me dijeran que no tenía perfil para cargar armas y me dejaran como enfermera”, dice.

Inició su entrenamiento y se convirtió en médica de guerra. Mientras militaba en la guerrilla pudo estudiar medicina en el Hospital Militar: “Por más loco que parezca fue en la Militar, eso hay infiltrados de parte y parte”, cuenta Pedraza. Además comenta que, si bien era médica, también sabía de todo el manejo de las armas y estuvo presente en varios enfrentamientos. 

Estuvo militando durante 12 años, hasta el 2001 cuando fue capturada y llevada a la cárcel por rebelión, porte y fabricación de armas. La condenaron a 23 años que terminaron siendo 9 por una rebaja de pena por buena conducta, estudiar y realizar cursos de derechos humanos dentro de la cárcel. 

Mientras habla de su historia de vida, su hija mayor, quien se crio en el grupo armado, corrige las tareas de los niños que van a realizar la Primera Comunión, ya que es la catequista de la parroquia donde viven. Sus tres hijos no recuerdan su crianza en la guerrilla como algo negativo, la mayor aún cree en los ideales de las Farc. 

El drama de los niños en la guerra 

“Hay diferentes razones que han sido identificadas en los conflictos cuando se da la participación de niños y niñas, y tiene que ver con las facilidades o ventajas de tener una vinculación temprana. Pasa por la opción de adoctrinar de una manera menos desgastante, y el entrenamiento físico se aprovecha de la etapa física del desarrollo”, explica Hilda Beatriz Molano Casas, coordinadora de la secretaría técnica de Coalico.

El fenómeno es investigado por el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), que ha encontrado que el reclutamiento, uso y utilización de menores en el conflicto armado afecta las relaciones de los niños con sus familias.

Pero también que el rechazo que enfrentan los menores al ser calificados como victimarios después de su desvinculación puede llegar a generarles afectaciones a su salud mental, al no ser capaces de verbalizar sus emociones, pensamientos, vivencias y estigmas. 

Los excombatientes entrevistados para este artículo aseguran que al ingresar a la guerrilla dejaron de ser niños; que perdieron la infancia realizando las mismas labores que sus compañeros. 

En ese sentido, el reclutamiento de menores en el marco del conflicto siempre es forzado, aunque ellos y ellas tomen la decisión de unirse a algún grupo armado. Así lo expone el quinto informe del Centro de Estudios Regionales (CERE) cuando señala que el reclutamiento puede darse por dos vías: la persuasión, en el que el grupo armado le hace creer al menor que vincularse es una buena opción, y la coacción, que se vale del uso de la fuerza o las amenazas. 

Andrés Tafur, director del CERE, comenta que “el reclutamiento es un síntoma de que algo está pasando y de que se está reconfigurando el conflicto. Es una manera en la que se expresa”. Es por esto que las campañas de prevención ahora cobran una especial vigencia, pues esta problemática no ha llegado a su fin. 

El derecho internacional humanitario (DIH), con los protocolos adicionales, abordó por primera vez en 1997 la participación de menores en el conflicto armado. Además, estableció que los niños, niñas y adolescentes merecen una protección especial en el contexto de una situación de conflicto armado nacional o internacional. En palabras simples, los menores de 18 años no deben ser reclutados por ninguna fuerza legal o ilegal. Y en caso de que algún menor sea capturado, tiene derecho a un trato preferencial, ya que está cobijado por el DIH. 

“Hay que ver cómo se construye el concepto de infancia. El reconocer a los niños y a las niñas como sujetos de especial protección en lo cotidiano cuesta mucho. Algunas costumbres y prácticas culturales intentan quitarnos esa responsabilidad”, expone Molano. 

Sin embargo, aun con la existencia del DIH, en Colombia la cifra de niños, niñas y adolescentes reclutados es alarmante. El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), en su informe ‘Una guerra sin edad’, registró 16 879 menores reclutados entre 1960 y 2016, año en que se firmó el acuerdo de paz. De ese número, las diferentes guerrillas presentan el mayor porcentaje de casos, con 69 por ciento. La ahora extinta guerrilla de las Farc fue la responsable del 54 por ciento de los menores reclutados.

Esteban

A los 14 años Esteban González* entró a las Farc para vengar la muerte de su papá, asesinado una madrugada de 1985. “Me mataron a mi padre teniendo tres años y medio, la misma guerrilla en la que yo anduve. Fue un comandante de ese entonces. Me fui porque quería encontrarme al señor”, recuerda. 

Ya han pasado más de tres décadas y González aún reconstruye con claridad el asesinato de su padre. “Tocaron en mi casa y mi papá abrió la ventana, le dispararon en el cuello y nos lavó a todos en sangre”, cuenta González bajando el tono de su voz con cada palabra, pues el dolor continúa latente. La muerte de su padre fue un error, el asesino buscaba a un ladrón que vivía en la casa vecina.

Ahora, a sus 39 años, Esteban vive en un barrio de calles despavimentadas en el que los vecinos se conocen y los niños juegan sin supervisión de adultos. En su hogar hay espacios que no se han terminado de construir. No cuenta con comedor, pero sí con unas sillas de madera con rayones y pintura caída que formarían parte de uno. 

Las paredes tienen fotos que muestran el crecimiento de sus hijos año a año. Cuando estaban más pequeños vivieron en un pueblo del Tolima y González recuerda que con ellos vivió la infancia que nunca tuvo en la guerrilla. “Yo los sacaba mucho y jugaba con ellos. Quería hacerles vivir a ellos lo que yo no viví”, cuenta. 

Esteban asegura que en la guerrilla no recibió malos tratos. Asistió al mismo entrenamiento que sus compañeros y se especializó en artefactos explosivos. El día en que iba a conocer al asesino de su padre, el plan de venganza se vino al piso: “Duré muchos años detrás de él, iba de un lado para el otro y el día que me lo iba a encontrar me llamaron y me dijeron que estaba muerto. Ese día tenía que ir a entregarle un dinero y ese día me dijeron que lo habían matado”, dice. 

Después de tres años en la cárcel, del 2014 al 2017, por cargos de rebelión, terrorismo y daño a bien ajeno, Esteban finalizó su vinculación con las Farc. En la cárcel comenzó a tener pesadillas, consecuencia no solo de la privación de la libertad sino de su paso por la guerrilla. “Casi me toca pedir ayuda médica porque no podía dormir. Con las pesadillas quedaba sentado en la cama”, comenta. En estos sueños González sentía que le iban a robar sus pertenencias y que tenía que huir. 

En libertad se acogió al proceso de paz y se encuentra vinculado con la Agencia para la Reincorporación y Normalización (ARN). Cuenta que, seguramente, no se hubiera vinculado a la guerrilla si no hubieran asesinado a su padre. 

La prevención es la clave

Para que esta problemática deje de reproducirse es importante crear estrategias de prevención y visibilizar las emociones y vivencias de las víctimas. El arte es una de las herramientas de reparación que se han planteado, también, desde la teología política. Es importante resaltar que este arte se debe dar “con un enfoque de compasión para recuperar las narraciones que son subvaloradas y que solo tienen las víctimas”, explica Fray Andrés Casaleth Faciolince, sacerdote franciscano que ha ayudado a los afectados por el conflicto desde la reparación a través del perdón y del arte para sanar.

Hoy Santiago Chávez, con quien comenzó esta historia, está retomando los estudios de los que fue privado cuando se incorporó a las Farc. Además, está vinculado con la ARN, por lo que tiene como propósito montar un proyecto productivo apoyado por la agencia. 

Justamente la ARN ha buscado en las estrategias de prevención el mejor camino para cuidar a la infancia. La campaña de la ARN titulada ‘Mambrú no va a la guerra’, dirigida a personas entre los 5 y 25 años con un enfoque diferencial territorial, buscó crear entornos protectores para los niños, niñas, adolescentes y jóvenes. 

En esa misma línea, la estrategia ‘Súmate por mí’, impulsada en 2020 por la Consejería Presidencial para los Derechos Humanos y el Despacho de la Primera Dama de la Nación, pretende prevenir el reclutamiento desde un enfoque interinstitucional que proteja a niños, niñas y adolescentes desde la educación.

Actualmente la Jurisdicción Especial Para la Paz (JEP) tiene en curso el Caso 07, mayormente conocido como ‘Reclutamiento y utilización de niñas y niños en el conflicto armado’, que tiene como propósito esclarecer esta problemática dada en el marco del conflicto armado con las Farc y, de esta manera, reparar desde todas las dimensiones a aquellos que ingresaron a las filas siendo menores de edad. 

Todas estas iniciativas y programas buscan minimizar el reclutamiento y que las cicatrices que produce paren de doler. Pero los protagonistas de esta historia conservan los impactos de la guerra en su cabeza. Ellos son conscientes de que el paso por el conflicto armado es una experiencia inolvidable y que la infancia se desdibuja cuando se empuña un arma.

 

*Los nombres fueron cambiados para la protección y la seguridad de los entrevistados.

*Se contactó a la excombatiente Victoria Sandino y al Partido Comunes, pero al cierre de este reportaje no fue posible concertar una entrevista. 

Esta historia fue elaborada con el apoyo de Consejo de Redacción (CdR) y del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en el marco de la edición 2021 del curso virtual 'Conflicto, violencia y DIH en Colombia: herramientas para periodistas'. Las opiniones presentadas en este artículo no reflejan la postura de CdR ni de CICR.

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