La maestra que encontró la tierra prometida en los Montes de María

Hace 13 años, Luz Nellis Camacho Berrío llegó como maestra de primaria al colegio de una comunidad campesina asediada por los grupos armados, que ya se había desplazado en dos oportunidades. En ese territorio, del departamento de Bolívar, se enamoró de sus estudiantes y de la idea de transformar vidas. Esta es la historia de su conquista, de su valentía, de su pasión por servir y de su amor por la vida.      

Historias de mujeres que construyen paz en los territorios

La maestra que encontró la tierra prometida en los Montes de María

Autor:

Paola Villamarín

Diciembre 13 de 2021

En busca de la tierra prometida

La profesora Luz Nellis Camacho Berrío caminó con sus cinco sentidos puestos en encontrar la tierra prometida. No era para ella, sino para una comunidad entera. La buscaba todos los días, en los últimos meses de 2007, durante sus largos recorridos hacia el trabajo, de dos horas en trocha desde su casa, en el municipio de María La Baja, hasta la vereda Arroyo El Medio, en el departamento de Bolívar. Se apoyaba en un bastón, con el que seguía el rastro de un terreno sin cultivos de palma, en las faldas de los Montes de María.

Estaba recién llegada a Arroyo El Medio, donde había sido nombrada profesora de primaria del colegio Santa Fe de Icotea. Era su primer trabajo como maestra. Tenía las ilusiones cifradas en cambiar vidas, pero el primer día de clase se encontró con una realidad incontestable: no llegaron los 160 estudiantes que esperaba, solo aparecieron 28.

Lo atribuyó al cambio de docente, a que a la comunidad quizá no le gustaba su llegada, pero poco después descubrió que las razones eran otras: el hostigamiento de grupos armados y la venta bajo presión de las tierras estaban provocando el desplazamiento de las familias.

La mayoría de la gente de Arroyo El Medio venía desplazada de una vereda del Carmen de Bolívar llamada Santa Cruz de Mula, también de los Montes de María, donde –dice la profesora Eliana Gómez, que llegó antes que Luz Nellis al territorio– hubo una masacre y un asedio permanente de los violentos. De ahí, se desplazaron a una vereda a la que bautizaron Santa Fe de Icotea, donde surgió la necesidad de fundar una escuela, en 1996, a la que le dieron el mismo nombre. De nuevo, la comunidad se vio obligada a salir: bombardeos, enfrentamientos, reclutamiento infantil, acoso y señalamientos a la población, robo de animales y dos granadas dejadas en un salón de clase. 

¿Qué futuro podrían tener estas familias campesinas que volvían a sufrir el desplazamiento?, ¿Qué sería de las niñas, los niños y jóvenes del pueblo?, ¿Debía quedarse en Arroyo El Medio y tratar de enfrentar el problema o ir a la Gobernación de Bolívar y decir que no había nada qué hacer?, pensaba Luz Nellis en sus noches en duermevela.

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Luz Nellis Camacho Berrío, rodeada por estudiantes del colegio Santa Fe de Icotea. La pandemia, dice, fue de los momentos más duros que ha vivido como maestra: “Fue un trauma. Me enfermé. Es que Santa Fe de Icotea es mi felicidad”.  

En el poco tiempo que llevaba en Arroyo El Medio, Luz Nellis sintió el miedo y la estigmatización que sufría la comunidad.  “Cuando la gente llegó desplazada a esta zona, les decían guerrilleros, solo por venir de arriba. Tuvimos que crear un proyecto de convivencia y paz, que aún seguimos llevando”, narra Luz Nellis, hija de campesinos, hermana de seis maestros y madre de dos hijos.

Entre lo más doloroso que recuerda de su llegada está la historia de Roberto José, un niño que nunca usaba zapatos. Como tantos que vinieron en brazos o en el vientre materno desde Santa Fe de Icotea, padecía una “timidez aguda” –como la define la maestra–, una dificultad de aprendizaje severa, un silencio que solo algunos lograron franquear cuando aprendieron a hablar a los 6 o 7 años.

“A Robert, sin preguntarle, le llevé unas botas. Cuando se las entregué, me las tiró y salió corriendo. A los tres días, lo abracé y le pregunté por qué no le habían gustado y le dije que yo le podía traer unos zapatos más bonitos. Él no me decía nada. Callado, callado. Cuando empezó a llorar, me dijo ‘yo no quiero zapatos, porque el que usa zapatos, mata’. ‘Mira, no es verdad, yo uso zapatos y papi también usa zapatos’, le respondí. No paraba de llorar. Hablé con su mamá. Me dijo que, cuando había enfrentamientos por las noches en Icotea, él se escondía debajo de la cama, veía pasar los zapatos y en la mañana aparecían los muertos. Él es muy callado. Empezamos un proceso de ayuda psicosocial no solo para él, sino para muchos otros. Pudimos salir con la ayuda de profesionales, porque, así queramos, hay cosas que solo desde la docencia no podemos lograr”. 

Y también hay cosas que quienes entregan su vida a la enseñanza deben enfrentar cuando trabajan en zonas de guerra. Una tarde de clase, su teléfono sonó insistentemente. Era un padre de familia. “‘¿Dónde están, seño?’. ‘En clase’, le respondí. ‘Bajen inmediatamente’, me dijo. ‘¡Vamos, vamos!’, les dije a mis estudiantes. No hacía 5 minutos que me habían llamado, cuando oímos el helicóptero. Disparaban y disparaban. Era un sonido parecido al de un taladro que rompe el piso. Las niñas y los niños corrían y gritaban ‘quítense las camisas y muévanlas’. Me agarraban, ‘seño, no se desvíe’. Habían aprendido a actuar así gracias a sus padres. Corrimos sin parar hasta María La Baja, con el barro más arriba de la cintura. Después de que los papás los recogieron, me fui a mi casa y arranqué a llorar”, recuerda. Esa jornada de miedo y zozobra –la tiene muy presente– fue el día de la muerte de Martín Caballero, comandante del Frente 37 de las Farc y azote de los Montes de María.

El contexto de violencia en Arroyo El Medio sumado a que “cada parcelero que vendía una finca, dejaba a una familia sin tierra dónde trabajar” hizo que Luz Nellis convirtiera a 70 familias en una causa personal. Por eso, en su esforzado camino diario al trabajo, buscaba sin pausa una tierra para todos.

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Obra realizada en el colegio Santa Fe de Icotea por la comunidad de Paso El Medio, que viene desplazada, en su mayoría, de la vereda Santa Cruz de Mula, en El Carmen de Bolívar.  

Ese día llegó, y muy pronto. Así lo relata la maestra, aún con sorpresa. Era diciembre de 2007. Vio algo que le pareció un terreno sin palma. Se subió a un frondoso árbol de mango desde donde pudo ver un terreno despejado y deshabitado. “Aquí va a quedar el colegio”, pensó, emocionada. Se quitó los zapatos y puso sus pies sobre la tierra. “Quita, quita, las sandalias de tus pies, porque la tierra que pisas santa es”, pronunció.

Averiguó quién era el dueño. Se llamaba Melanio Parra. Lo convenció de venderle el terreno del colegio. Negociaron 800 metros por 700 mil pesos, que pagaron entre ella y otra maestra con grandes esfuerzos. Hicieron un acta en un cuaderno y se dieron la mano. “Esa noche no dormí de pura felicidad”, rememora, con su voz cálida y sus ojos brillantes. Pero, ¿qué sería de un colegio sin comunidad? Venía algo aún más complejo: el terreno para asentar a todos los demás.   

Un pueblo que nació en Navidad

“Aquí arrancamos las clases”, dice Luz Nellis, bajo la sombra del icónico árbol de mango del nuevo colegio Santa Fe de Icotea, a 4 kilómetros del anterior. Verde brillante y de ramas generosas, en 2008 albergó los grados segundo, tercero y cuarto de primaria. Los otros grados, quinto, sexto y séptimo, se organizaron en “una ranchita”, como la llama la profesora, en el portón actual del colegio. 

“Este árbol es muy diferente a los otros. Tiene espacio del lado de la carretera, pero siempre crece para el lado del colegio; en la mañana, cuando ocurren la mayoría de las clases, nos cubre con su sombra en distintas actividades”, narra la profesora, ayudada de sus manos largas y expresivas, que a ratos se entrelazan y a ratos tocan delicadamente la punta de su nariz. Se sale de la sombra y mueve las manos coordinadamente adelante y atrás, como mostrando un recorrido: “Por mucho calor que haga, en este lugar siempre corre la brisa. Y otra cosa: desde aquí siempre puedes mirar quién viene. Este es el sitio preciso que destinó Dios para el colegio”.

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Luz Nellis bajo la sombra del árbol de mango donde comenzaron las clases, en 2008, después de haber conseguido un terreno para trasladar el colegio, ante la violencia. 

Al tiempo que gestionaba la infraestructura para Santa Fe de Icotea, Luz Nellis caminaba de la mano de padres y madres con el fin de conseguir el terreno de la comunidad. “Vamos a luchar por esto juntos. Yo sola no puedo”, les dijo. Siete familias se apuntaron a trabajar con ella: Rafael Moreno y Ludis Vega; Wilman Pérez y Rosa Torres; Roberto Arias y Edith Carrillo; Oswaldo Torres y Elena Vega; Elvia Figueroa; Álvaro Vega y Arielis Arrieta Carrillo, y Alberto Díaz y Vilma Vásquez.

“Ir a la Alcaldía o a la Gobernación era perder el tiempo. En esa época, el 95 por ciento de las poblaciones rurales de los Montes de María eran desplazadas. Así que lo que el alcalde y el gobernador nos iban a dar era un bulto de arroz, y yo no quería eso”. Caminaban y visitaban organizaciones sin ánimo de lucro. Alguna vez tuvieron que dormir en el parque Fernández de Madrid, en Cartagena, porque les dieron una cita para la mañana siguiente y no tenían cómo pagar hotel.

Un día cualquiera, Luz Nellis pasó por la vereda Pava, en el municipio de Mahates, y se encontró con la sede principal de la Corporación de Desarrollo Solidario Campesino, institución de la que nunca había escuchado. Le dieron el celular del director: Pedro Nel Luna. Se citaron. “Él vino y nos dijo, ‘yo no tengo plata, pero trabajo con organizaciones a las que les voy a mandar el proyecto a ver qué sucede'”. Y sucedió. Entre marzo y junio de 2008, les ayudaron a comprarle a Melanio Parra tres hectáreas y media para la vereda, a pocos metros del colegio.

Pero se presentó un problema inesperado. “En esta zona tiraban a todos los muertos. La gente decía ‘yo, por allá no voy’”, recuerda. Luz Nellis no se iba a dejar vencer. Convenció a una familia de irse para el pueblo. Rafael Moreno y Ludis Vega, en ese entonces con seis hijos, se convirtieron en los primeros habitantes de Paso El Medio. El ejemplo sirvió para que, poco a poco, las familias se asentaran.

Era una trocha tremenda la que había entre Arroyo El Medio y Paso El Medio, de esas por donde solo pasan mulas y caminantes aguerridos. “Bajamos nuestras cosas en burrito y en los hombros. Fuimos de las últimas familias en llegar; comprando que si la laminita de zinc, que si la carpa para guardar nuestras cositas”, recuerda Míriam del Socorro Carrillo Guerra, madre de exalumnos de Santa Fe de Icotea, que no ha dejado de estar ligada al colegio y a la “señito”. Si mal no recuerda esta creyente en Dios y en la Natividad, ella y su familia llegaron en burro y con sus corotos un 24 de diciembre, para ver nacer un nuevo pueblo y lograr la anhelada paz y estabilidad que los violentos les habían arrebatado. “Fue impresionante”, remarca Míriam, en uno de los tres salones del colegio Santa Fe de Icotea, el único con aire acondicionado.

 “Tan lindo fue que hasta hubo un sorteo para la ubicación de las casas. Celebramos juntos la primera Navidad, en 2008. Hicimos el nacimiento del niño Jesús. El pueblo nunca ha olvidado que está acá porque la escuela desarrolló ese proceso. A la comunidad le duele mucho la escuela y a la escuela le duele mucho la comunidad”, dice Luz Nellis, que cada tanto llora de la emoción, porque narrando se hace consciente de lo difícil y maravilloso que ha sido el camino. 

  • En Paso El Medio, en las faldas de los Montes de María, viven unas 70 familias campesinas, que intentan seguir viviendo de la tierra.
  • En Paso El Medio, en las faldas de los Montes de María, viven unas 70 familias campesinas, que intentan seguir viviendo de la tierra.
  • En Paso El Medio, en las faldas de los Montes de María, viven unas 70 familias campesinas, que intentan seguir viviendo de la tierra.
  • En Paso El Medio, en las faldas de los Montes de María, viven unas 70 familias campesinas, que intentan seguir viviendo de la tierra.
  • En Paso El Medio, en las faldas de los Montes de María, viven unas 70 familias campesinas, que intentan seguir viviendo de la tierra.

  • En Paso El Medio, en las faldas de los Montes de María, viven unas 70 familias campesinas, que intentan seguir viviendo de la tierra.

  • En Paso El Medio, en las faldas de los Montes de María, viven unas 70 familias campesinas, que intentan seguir viviendo de la tierra.

  • En Paso El Medio, en las faldas de los Montes de María, viven unas 70 familias campesinas, que intentan seguir viviendo de la tierra.

La gracia de ser campesina

“Soy campesina, soy hija de campesinos”, dice la carismática Luz Nellis, con un gran orgullo. Esa es, para ella, la clave del porqué puede entender tan bien a su comunidad. “Dios me ha dado la gracia de ser campesina, así que con ellos hablo de lo mismo y como de lo mismo”.

Nació en San Onofre hace 56 años. Cuando era pequeña, sus padres se la llevaron para la finca de la familia, donde cultivaban plátano, yuca, ñame: “Mi papá vivía de su pancoger”, recuerda. Fue una época muy feliz. A los 10 años, regresó a San Onofre para entrar al colegio. “Quedé triste”. Y más aún cuando sus padres, convencidos de la importancia de la educación para sus hijos, se fueron a trabajar a Venezuela para poderles pagar la universidad, en Pamplona.

Ella y su hermano menor se quedaron con una tía en San Onofre y ya nada era igual. Luz Nellis sintió duramente la ausencia de su mamá. A veces, trataba de consolarse oliendo su ropa.

“Mi papá se devolvió porque se cansó. Regresé a la finca, pero en el 96 todo se puso muy feo. Cuando era solo un grupo armado no pasaban tantas cosas, pero cuando llegó otro y luego otro, sí. ¿Qué culpa tiene un campesino cuando alguien viene a pedirle agua a su casa? Nos tocó salir. Mi papá decía, ‘yo nunca voy a irme, pero ustedes por acá no vengan’. Fue un dolor grande no poder volver donde viví mi infancia, donde corrí y jugué”, dice, tratando de contener las lágrimas. Pasaron 10 años hasta que regresó y ya nunca más se sintió libre en San Onofre. 

Emprendió camino a Cartagena cuando ya estaba en edad de trabajar. Se hizo cajera de un centro comercial. En las conversaciones con sus hermanos, todos maestros, notaba que la vida de un educador era muy distinta a la de una cajera. Se matriculó, entonces, en una normal, gracias a que una de sus hermanas le regaló la plata.

Y la vida la llevó a María La Baja, a dos horas de Cartagena. Se fue a hacer un diplomado en etnoeducación. “Me salió un trabajo con niños especiales y me fascinó”. En 2006, aplicó a un concurso etnoeducativo nacional, solo para profesores afro. Su desempeño fue alto. Su puntaje, cuenta, daba para irse a los corregimientos Playón o Retiro Nuevo, en María La Baja, que tenían muy buenas condiciones. Podía elegir libremente. “Una de mis hermanas me dijo: ‘Agarra cualquier cosa, menos Santa Fe de Icotea’”. Cuando estaba haciendo la fila para seleccionar la plaza, otra profesora muy joven, que estaba detrás de ella, le aconsejó: “’Vete a Santa Fe de Icotea porque allá no pagas transporte, te puedes ir caminando. Es cerquita. Son puros campesinos y fincas’. Los ojos me brillaron. Olvidé todo lo que me había dicho mi hermana”, rememora dejando escapar una carcajada.   

Santa Fe de Icotea no estaba cerca ni era el remanso de paz que le había pintado aquella profesora. De hecho, el rector, que iba de salida, no la acogió como ella hubiera esperado, menos cuando Luz Nellis se empecinó en mover al colegio de lugar. Él le dijo frases como “tú nunca vas a poder hacer lo que yo hice” o “tú eres una docente, yo soy todo un maestro”. “Me trató fuerte porque yo era mujer y porque no era de María La Baja”.

“Mi mamá, que murió sin aprender a leer ni escribir, decía: ‘En la casa siempre canta el gallo, cuando canta la gallina las cosas van mal. Pero la gallina, cuando está en el corral, le habla al gallo al oído’. Mi mamá siempre lideró. Fui llevando eso. Una mujer no debe dejarse por ser mujer. Es que para que algo me quede grande, tiene que pesar mucho”, dice Luz Nellis, satisfecha.

A causa de su templanza y entrega, su comunidad la define como madre, hermana, amiga. Para los caminantes de Paso El Medio, los que anduvieron con ella buscando la tierra prometida, “ella nos sacó de ese mal”, en palabras de Elvia Figueroa; “ella es la madre de todo, la que más ha luchado”, en las de Elena Vega, y “ella es la mayor de todos”, en las de Álvaro Vega.

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Algunos miembros del grupo de caminantes con los que Luz Nellis tocó puertas para conseguir la tierra donde se terminó asentando la comunidad. De izquierda a derecha, Álvaro Vega y su hijo Eider, que entonces era un niño; Elvia Figueroa, Elena Vega y Oswaldo Torres.

“Me he puesto a pensar que cada quien viene con un propósito a la tierra. Mi propósito es servir. Mi mamá era así, mi papá es así. El que necesitaba comida de la finca, se la podía llevar. Le digo a Dios, ‘lo que me regales, que sea para el servicio de los demás’. Y quiero que mis hijos hagan lo mismo”.

En la tierra prometida

De lunes a viernes, Luz Nellis enfunda su pelo rizado en un casco rojo y se sube a su moto escarlata para ir al colegio Santa Fe de Icotea –del cual siempre quiso conservar el nombre original–. De su casa, en María La Baja, a la vereda Paso El Medio hay 10 kilómetros, que se ralentizan en el último tramo, cuando llega a un camino terroso, lleno de altibajos, de surcos que son trampas para las motos. A lado y lado del recorrido, la rodea una imagen que se repite allí y, en general, en los Montes de María: el monocultivo de palma.

Luz Nellis parquea su moto cerca del portón del colegio. Subiendo una pequeña colina, se encuentra su querido árbol de mango. A la derecha, a unos diez pasos, su sueño inconcluso por la pandemia: una biblioteca bocetada en dos vigas solitarias, cuatro paredes de ladrillo y cemento, sin techo, y el hueco de una ventana. “Siempre he querido hacer un quiosco lector. Será el lugar más hermoso del colegio. Quiero que tenga aire acondicionado, mesas para quienes están en primaria y para grandes, y que las paredes estén llenas de libros para elegir y enamorarse. Muchos padres no saben leer y si el colegio no tiene los medios, entonces no hay de dónde adquirir esa cultura”, dice Luz Nellis, y confiesa que, como le pasó con sus anteriores metas, el quiosco lector se le aparece constantemente en los sueños.

Un poco más arriba, se levantan en línea cuatro aulas generosas pintadas de azul y blanco, con grandes ventanales, que la profesora fue gestionando poco a poco con la Gobernación, y en una explanada separada de los salones está el restaurante, que Luz Nellis consiguió cuando conoció a la entonces ministra de Educación Cecilia María Vélez, en una de sus visitas a la región, y la convenció de que fuera al colegio para que viera, con sus propios ojos, todo lo que se había logrado.

Hoy, Santa Fe de Icotea tiene cinco profesores (cada uno con dos cursos al tiempo) y 143 estudiantes, 90 hombres y 53 mujeres, pero por la pandemia, asegura el rector Ever Smit Banquez Caro, solo van 50, lo que los ha obligado a reducir la jornada solo a la mañana y a enviarles guías a quienes no van –y a hacerles seguimiento telefónico porque, para conseguir Internet, los estudiantes deben caminar largamente hasta Matuya y pagar 2 mil pesos–.

Paso El Medio se ve desde los salones de clase. Esta mañana, niñas y niños de primaria van al pueblo a hacer una jornada de recolección de plástico, de la mano de Luz Nellis. Pueblito, como le llaman todos, está activo. Frente a las casas de bahareque, palma, tabla o cemento del lugar, todas construidas colaborativamente, conversan varios grupos de pobladores. En el grupo de mayores, apostado frente a una casa de palma, se ríen y alguien canta con mucho sentimiento. En el otro, que se reúne bajo la sombra de un árbol, una niña de no más de 3 años, de pelo rubio y piel canela, llora porque su mamá aún no la manda al colegio y trata de encontrar sosiego en un cuaderno y un lápiz.

El tercer grupo está sentado alrededor de una mesa de madera gastada, donde Luis Alberto Ramos Arciniegas, de 34 años, proveniente de Ovejas (Sucre), de padres desplazados y con tres hijos, taja un cerdo para venderlo a la comunidad. Bajo una enramada, que cubre el patio de la casa de una de las tantas familias Vega que hay en la vereda, conversan alegremente algunos de los pobladores que caminaron al lado de Luz Nellis para hallar el terreno donde terminaron por asentarse. Una manada de cerdos deambula libremente. Varios perros hambrientos velan por un poquito de marrano crudo. A Luz Nellis, que ya ha dejado atrás a los niños por ser mediodía, la convidan a charlar.

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Luis Alberto Ramos Arciniegas, a la derecha, trabaja en un cultivo de palma haciendo oficios variados. En sus ratos libres, le vende cerdo a la comunidad. Dice que hoy respiran con mayor tranquilidad.

“Gracias a la ‘seño’ estamos más unidos. Andábamos como pluma en el aire en tierra ajena. De aquí quizá ya no nos boten”, dice Álvaro Vega, originario de Santa Cruz de Mula, con cierta inseguridad después de 13 años de creada la vereda.

Álvaro cultiva maíz y ñame. Todos los días se sube al monte a un terreno de 22 hectáreas que comparten los pobladores. “Ya no tenemos en dónde sembrar. Esta tierra está muy apretada, tiene mucho maíz”, dice Elvia Figueroa, quien viene de la vereda La Suprema. Ese déficit de tierra los ha obligado a pagar arriendo en los pocos terrenos que aún están disponibles, por 150.000 pesos al año, o a irse a trabajar a otros lados, como a Mampuján, y regresar a Paso El Medio los fines de semana.

Ese terreno comunitario para sembrar también lo consiguió Luz Nellis con el grupo de vecinos. “Mi preocupación era ‘listo, ya estamos aquí, pero qué va a comer la gente, dónde va a trabajar, porque la palma había acaparado todas las tierras”, comenta la profesora.

Entre 2008 y 2009, ella y los caminantes empezaron a ubicar las pocas fincas que quedaban disponibles. Conversaban con los dueños. Les preguntaban en cuánto les dejarían la tierra. “La idea era que el Incoder, que se suponía debía ayudar al campesino a conseguir su tierra, las comprara y dividiera en parcelas para las familias. Pero ellos hacían todo lo contrario. No quise seguir: me di cuenta de que era un riesgo para mi vida y la de mis compañeros”, relata la profesora sobre el polémico Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder), que fue liquidado en 2016 por corrupción.

Por fortuna, alguien decidió vender su tierra y Luz Nellis y sus compañeros se fueron directamente a donde Pedro Nel Luna, el director de la fundación que los había ayudado a gestionar la compra del terreno para Paso El Medio. Volvió a funcionar. Hoy, además de maíz y ñame, tienen cuatro vacas y algo de apicultura. La caminata es larga, son 4,5 kilómetros en loma.

“Parece que todo esto hubiera sido una estrategia para sacar al campesinado colombiano de sus tierras y así sembrar palma”, dice Eider Vega, de 24 años, representante de la Junta de Acción Comunal, quien sueña con liderar y con estudiar gastronomía.

Luz Nellis quiere que cuando ya no esté, jóvenes como Eider o Adriani Ramírez, que ella formó en el viejo colegio Santa Fe de Icotea, asuman la batuta. “Eider y Adriani han tenido una forma de llevar esta situación que me llena de orgullo. Mis ‘pelaítos’ salen al resto del país a expresar qué es su comunidad. Han aprendido mucho. En esa época yo hablaba bastante de mi comunidad y venía gente de organizaciones, pero estos niños no hablaban, salían corriendo y se montaban en los árboles, de la desconfianza”, recuerda Luz Nellis.

Ambos jóvenes hablan de sus temores. “Nos da miedo que nos tiren más palma encima”, dice Eider, sentado bajo la enramada donde Luis Alberto corta la carne de cerdo, en el límite de un terreno sembrado con palma. “Nos da miedo volver a sufrir la violencia de antes; hemos vuelto a escuchar que hay grupos”, comentaba previamente Adriani, auxiliar de la profesora Luz Nellis en el colegio, en uno de los salones de clase de Santa Fe de Icotea. 

En la estufa de leña de la casa Torres Vega, las orejas de un marrano se están preparando en sopa. Justo debajo, varios cerditos duermen plácidamente. El sol brilla. La tierra prometida ya está aquí, pero hay que seguir luchando. La comunidad está unida. Y la maestra, como madre que es, la sigue arropando.

*Agradecimientos a la fundación Ayuda en Acción, que busca reducir las brechas que generan desigualdad y exclusión en las zonas rurales, a través de proyectos sostenibles, y que acompaña a las comunidades desde hace 15 años.
Fotografías: Paola Villamarín

 

Esta producción fue coordinada por Consejo de Redacción en alianza con la International Media Support. Las opiniones presentadas en esta publicación no reflejan la postura de ninguna de las organizaciones.

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