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Prólogo

Contribuir a la búsqueda de los desaparecidos

Esta no es una simple guía para periodistas sobre cómo cubrir uno de los peores delitos del conflicto armado: la desaparición forzada. Es bastante más que eso.

Es un repaso histórico de cómo el Estado colombiano, solo después de años de una enorme presión ciudadana nacional e internacional, aceptó incluir a regañadientes este delito en el código penal. Esto a pesar de que, desde 1958 hasta noviembre de 2017, estremeció la vida directa de al menos 82.998 familias, según ha documentado el Centro Nacional de Memoria Histórica. La cifra es una aproximación porque aún no se tiene una cierta. Estas decenas de miles de compatriotas han estado sometidos a una incertidumbre de medio siglo respecto al paradero de sus parientes, madres esperando a que una hija entre por la puerta de la casa cada mañana por décadas, padres que murieron con la esperanza intacta de que algún día hallarían al menos los restos de un hijo.

Los peores años fueron también los más cruentos del conflicto armado. Desde 1998 hasta 2004, se llevaron a la fuerza a 33.736 personas que hoy aún no han sido encontradas. Esto quiere decir que cada día desaparecieron a 13 personas. Y si usted entra a la base de datos de la Comisión, ahí están, con nombre y apellido, todos los 33.736. Estas son cifras peores que las que arrojaron los siete años de la dictadura militar argentina en los años setenta. Allá, las organizaciones de derechos humanos calcularon 30 mil desaparecidos, pero la Comisión Sábato, que reconstruyó las violaciones de esos años terribles, pudo identificar con certeza poco menos de 9 mil.

En Colombia no ha habido dictadura en cincuenta años, y esto, que debería alegrarnos, ha hecho en cierto modo más angustiosa la situación para los familiares de los desaparecidos. Las dictaduras del Cono Sur tuvieron principio y final, y cuando terminaron, la práctica cesó (con muy pocas excepciones), entonces la sociedad se pudo volcar con mayor seguridad a reconstruir los pasos de sus seres queridos. En nuestro país, desaparecer a civiles (y a combatientes) como arma de guerra fue una práctica de la fuerza pública por décadas, como lo pusieron en evidencia los múltiples casos esclarecidos por las cortes, algunos de los cuales reconstruye Gloria Castrillón en el segundo capítulo de este libro, El largo camino para que el Estado castigue la desaparición forzada y busque a los desaparecidos.

Los paramilitares, en sus años de mayor poder y de mayor abuso, generalizaron esta táctica de terror. Con la complicidad de oficiales de policía o de militares, o sin ella, innovaron en las formas de desaparecer, arrojando cuerpos en tanques de ácido, quemándolos en ladrilleras clandestinas, botándolos al río o camuflándolos en cementerios de pueblos como N. N.

La guerrilla, que también enterró secuestrados que se les murieron en sus manos o jóvenes de sus filas a los que fusilaron, ha aportado su cuota a la larga y triste lista de desaparecidos. Nos acercaremos a una cifra más creíble cuando la comisión de búsqueda de las Farc, creada como compromiso suyo en el acuerdo de La Habana, termine su labor de encontrar a quienes fueron desaparecidos por responsabilidad de sus hombres. También quedan por buscar los guerrilleros desaparecidos que pueden haber sido enterrados anónimamente en cementerios clandestinos.

La desaparición forzada en Colombia también ha sido particularmente cruel porque los actores estatales, inmersos en el conflicto armado, sospechaban por instinto de todo aquel que la denunciara ante las autoridades. Así fueran madres o abuelas. Por eso también da cuenta Margarita Isaza en su capítulo Familiares, protagonistas de una solitaria búsqueda de justicia sobre cómo se llevaron a hermanos y padres por preguntar por sus desaparecidos con demasiada insistencia. Y relata esa valentía de los familiares, su extraordinario empeño para sostener una fuerza pacífica en busca de la verdad; sin amilanarse ni cuando la sociedad era indiferente a su dolor ni ante la amenaza de los desaparecedores.

Junto con el secuestro. La desaparición forzada es un crimen perverso porque tortura lentamente.

El daño que ha producido en la sociedad colombiana esta estrategia de llevarse a civiles y esconder deliberadamente su paradero va más allá de la congoja que les causa a colegas, amigos y familiares. También siembra miedo y socava la confianza, rompiendo el tejido que sostiene a las comunidades. ¿Por qué lo arrastraron de su casa a media noche?, ¿quién habrá sembrado la cizaña?, ¿quién lo señaló? Al sacar súbitamente a una persona de un entorno y dejar su vida en suspenso, sus emprendimientos civiles, paralizados por el miedo, se tornan en tímidos llamados para exigir mejoras en la calidad de vida de la gente o respeto por los derechos de una población; sus obras culturales, inconclusas; sus empresas quebradas o sus carreras al servicio del público, truncas. Junto con el secuestro –el arma de guerra más usada por la guerrilla– la desaparición forzada es un crimen perverso porque tortura lentamente. Jamás se deja de creer que la persona puede aparecer y eso pone a los familiares en un estado de vulnerabilidad permanente, fácil presa de avivatos que se quieran lucrar de su tragedia. Dejar de buscarlos no es una opción, y dejar de esperarlos carga de culpas.

Este es, por supuesto, también un libro de periodismo. Entre sus autores y Consejo de Redacción, que tuvo la iniciativa, lo pensamos como una reflexión sentida de muchos reporteros destinada a exponer con candidez los errores que nos dejó el afán y ponderar sinceramente las equivocaciones que cometimos por no entender la profundidad de los sentimientos que quisimos narrar.

Es “un océano de gente perdida”, como dice Nelson Matta, autor del primer capítulo del libro, Reflexiones periodísticas para un mejor cubrimiento de un asunto dramático. A veces en las salas de redacción, dice Matta, son tantas las familias pidiéndoles a los periodistas que les publiquen la foto de su ser querido desaparecido, que hay que batallar contra la costumbre. A los periodistas nos pasa como a los médicos o a los bomberos, que debido a la cercanía con el sufrimiento corremos el riesgo de que el hábito nos anestesie, tornándonos en burócratas que registramos diligentes informes oficiales y citas, sin contar de veras lo que pasa.

Una dirigente civil entrevistada por Isaza nos da aquí un consejo vital para ejercer un oficio sensible frente a la desaparición: “la neutralidad (periodística) no existe, existe la veracidad”. Y con ello nos dice que como este es un delito deliberadamente oscuro, cargado de mentira, el periodismo que lo cubre tiene una doble obligación: la de decir la verdad y la de parecer veraz. Lo primero exige multiplicidad de fuentes y documentos, contraste de versiones para acercarse lo más que se puede a lo que sucedió, y entender el contexto para no desvirtuar lo que pasó, como bien lo recomienda Matta. Respecto a lo segundo, resulta un desafío producir un relato creíble de que alguien ha sido esfumado, cuando solo se tiene la palabra dolida de quien era más cercano, quizás unas pertenencias del desaparecido o de pronto un reporte oficial o un recorte de prensa. De este reto habla Javier Osuna en el capítulo cuarto, Diálogo con la ausencia. “No se trata de dar cuenta de lo que vemos, sino nombrar lo que no se ve”, dice el periodista. “Eso rompe con cómo investigamos”.

Ilustración Joaquín María Rojas

Por eso contar una historia verídica y veraz de un desaparecido, o del esfuerzo de su familia por encontrarlo, o de las tretas del perpetrador para ocultarlo, exige mirar el paisaje con los ojos de los testigos de los hechos (por ejemplo, el río que vemos correr manso ante nuestros ojos puede resultar tenebroso para quien, en el pasado, vio flotar allí un cadáver); reconstruir las escenas con lo que allí expresa la ausencia; y contar historias de seres reales, sin dejar de lado los defectos o virtudes de las víctimas y de sus organizaciones, ni omitir las fragilidades humanas de los victimarios y de sus discursos. “Construir una versión heroica del desaparecido es tan limitante como construir la reputación de un perpetrador inhumano”, escribe.

Adicionalmente, este libro es un reconocimiento público de cómo la agenda noticiosa por muchos años reflejó con mezquindad la realidad de este crimen y se abstuvo de poner en evidencia cómo se expandía impune por el territorio nacional, por acción u omisión de las autoridades. Pero no se queda en el lamento.

Cada capítulo ofrece, en cambio, múltiples ideas para historias y brinda al cierre preguntas inspiradoras, que le pueden ayudar a los reporteros de todo el país a remediar sus omisiones o las de colegas ya retirados, y contar todo aquello que no contamos. En el caso de la desaparición forzada nunca es tarde, dice Juan Gómez, autor del quinto capítulo, Dónde están las historias. Propone jalar puntas que asoman en la geografía (la curva del río que arroja los cuerpos, la tierra removida de una fosa improvisada). También, escarbar documentos; cruzar cifras oficiales de diverso origen y analizarlas con las herramientas poderosas del periodismo de datos. Buscar a quienes tienen anotaciones privadas, como agendas improvisadas de bomberos; ahondar en la memoria de los familiares, pero también de habitantes, colegas de gremio o de trabajo, y funcionarios que no olvidan; ir a los cementerios de los pueblos llenos de N. N., etc. En todos estos sitios, dice Gómez, están las historias de la desaparición forzada.

Este libro busca, en últimas, darle una mano al periodismo y a la ciudadanía interesada, para que contribuyan con sensibilidad, precisión y con mayor energía a esa tarea enorme que se puso Colombia en el más reciente acuerdo de paz: la de encontrar a sus desaparecidos y evitar que esta nefasta práctica de guerra se repita.

María Teresa Ronderos
fin de capitulo